Friday, October 03, 2008

Confía, no confía, mucho, poquito, nada.

A propósito de sueños, hay dos en la vida que me han impactado muchísimo. Uno fue cuando acababa de entrar a la universidad, lo recuerdo claramente hasta la fecha y no se los voy a contar hoy. Ja.
El segundo fue la semana pasada, en Cuba, la noche que esperaba soñar con mi abuela y mi familia perdida.
En mi sueño estaba casada aún con El Artista. Felizmente, como siempre lo estuvimos hasta el día que decidimos divorciarnos. (El hecho de que ya casi nadie lea este blog me da la tranquilidad de que es poco probable que aparezca entre los comments la pregunta obligada de ¿por qué te divorciaste si estabas felizmente casada?) El caso es que veíamos la tele apaciblemente (parecía dominguito huevero), cuando yo recordé que tenía que ir a matar al gato. Entonces me levanté argumentando cualquier cosa y bajé en busca del animalejo. Primero agarré valor. Luego, que lo agarro de la cola y que agarro y que le empiezo a dar vueltas como pañuelo en concierto de Juanga, hasta que de tanto y tan fuerte movimiento centrífugo se le rompió la cola. Yo me quedé con un cacho de rabo en la mano y él se quedó con una pared pegada a su cuerpo guango. Después cayó al suelo, muerto, con la boca abierta dejando ver sus finos colmillos y escurriendo sangre.
Sí se ensució todo un poco, la verdad. Pero ya tendría que limpiar después, ahora era necesario subir al mullido nidito de descanso, o El Artista sospecharía. Subí. Terminamos de ver Microcosmos en Animal Planet y, en lo que me disponía a levantarme de la cama para estirarme un poco, mi marido ya estaba abajo y gritaba:
— Chaparraaaaaaa...
Chale, no limpié, se me olvidó y ya vio ahora al gato muerto y todo mi desmadrito, pensé medio agobiada.
— Baja, mira lo que pasó. Se murió el gato —dijo sin asomo de enojo.
Yo bajé y dije "¡Órale!" con un mal logrado tono de sorpresa, al tiempo que abría los ojos bien grandes. Todo estaba peor que como lo había dejado: ahora el cadáver yacía sobre un charco de sangre y sus salpicones rojos en las paredes, ya escurridos, se veían más escandalosos. Pero a él parecía no impresionarle, mucho menos darle motivos para pensar que la del gato no había sido una muerte natural.

Yo actué de lo más impasible. Decidí no levantar suspicacias en esta ocasión excepcional en la que El Artista no parecía dudar de mí. Tal vez fue para atesorarla. Tal vez para probar que sí era posible que él confiara en mí aunque —también por excepción— fuera un error.