Monday, April 13, 2009

De viajes y mentiras

desde un noveno piso en Coral Gables busco entre mis recuerdos alguno que me dé referencias de la cultura norteamericana... me asomo a la linda terraza: un Kentucky y un McDonald's me hacen dudar... pero no... no lo encuentro... pienso en su industria cinematográfica, aunque lo chistoso aquí es que ir al cine no es una actividad cotidiana como lo es para la clase media de México, hay pocos cines en comparación, las funciones son carísimas y los gringos de Miami —con todas sus nacionalidades— prefieren ver las pelis que su país produce (para el mundo, según se ve) en salas de segunda y fuera de temporada por sólo un dolaruco... quizá por esas, entre otras razones, provoca una sensación paradójica la observación de la cultura gringa de Miami, tan desdibujada y tan plural, tan revuelta y tan racista, tan lejana y tan adoptada a la vez. tan impregnada y tan ajena. tan hecha bolas, tan malograda y a la vez tan efectiva. me parece el mejor ejemplo una frase que repetía a menudo el banquero padre de una gran amiga mía: decía algo así como que lo bueno (entendido como lo que funciona) es enemigo de lo perfecto. desde luego, este es el paraíso de la imperfección, pero de que funciona (en términos 'banqueros') no hay duda.

la visita a mi querida Pepette, ya nomás por el simple hecho de compartir con ella un poco de esta transición, ha resultado de lo más grata. es un gusto verla instalada y valiente a pesar de los pesares. resuelta a darle otra vuelta a su vida sin más armas que su cabecita siempre a mil y esa sonrisa con la que se sabe infalible. esperando —por primera vez desde que la conozco— con paciencia que el tiempo y la distancia hagan lo suyo y que este nuevo mundo que se está inventando, la sorprenda cualquier día de estos con un montón de satisfacciones.
parece mentira todo lo que ha tenido que pasar para que de su lado y del mío nos diéramos cuenta de cuánta falta nos hacía cambiar de sitio, de gente, reinventarnos más parecidas a lo que queríamos ser antes de que la vida se nos tornara en una resolución de circunstancias continua.

últimamente tantas cosas parecen mentira... como que hoy una tormenta se vaya a abrir paso entre los cielos hasta llegar y azotar inclemente estas costas, dicen los meteorólogos.

Monday, April 06, 2009

Casi natural

Es de noche en la Condesa. La de los chairos que encuentran una discreta forma de socializar mientras pasean con sus perros por Ámsterdam o el Parque México. La de modelitos que gastan sus tardes en el Qi moldeando suculentos cuerpos. La poblada de ejecutivos con onda y conciencia “de avanzada” que optan por motocicletas para transportarse. La misma que se ha convertido en el ombligo del Sueño Chilango donde se cristaliza el anhelo de la familia feliz en una tolerante gama que abarca desde los modelos tradicionales como el matrimonio conservador, hasta los súper liberales de abarraganamientos bugas, gays, mixtos, dinks y demás variaciones, pasando por las comunas tipo Friends. Esa en la que las mascotas juegan un papel importante: son parte vital de la dinámica y estilo de vida condechi, perros con personalidad, con educación, con collar y correa, especímenes dignos del selecto grupo de afortunados habitantes de la colonia más codiciada por el adulto-contemporáneo-chilango cool. Salvo cuando no.
Este miércoles, como cualquier otro, la noche condechi discurre como siempre: casi natural.
En el circuito de Ámsterdam a la altura de Laredo, desde el interior de mi coche recién aparcado escucho un rechinido de frenos. Entre éste y un chillido más agudo apenas se oye un golpe. Luego reina el silencio, la circulación se ha detenido unos metros atrás y cuatro peatones parados en la orilla del camellón con sus perros estupefactos, miran al centro de la calle.
A mi lado pasa un Audi rojo que reduce la velocidad y se orilla unos cuantos metros adelante. De él baja titubeante un guaperas veinteañero, de gorra blanca y bronceado casi perfecto (ostenta un ominoso, casi ofensivo, barro en la nariz enrojecida que indudablemente es una de las dos razones que tambalean hoy, ahora, su caminar). Los demás autos se han detenido en la esquina: respetuosos, esperan a una chica que desciende de la acera. Una linda morena bajita de vestir anodino (jeans equis, suéter más normal que feo) y estilo desdibujado, que sólo llama la atención por la gran bolsa de plástico que lleva en la mano. Una bolsa negra de basura que impertinente, pero oportunamente le ha ofrecido uno de los meseros del restaurante de mariscos que recién abrió en esa esquina. Ella se dirige cabizbaja a un bulto peludo de raza indeterminada que yace inmóvil en el pavimento, mientras las luces de la calle y de sus faros se reflejan en el líquido espeso que ya se expande entre la superficie de la calle y el occiso.
El guaperas aspira —también— a ser decente, supongo. Parado a media calle, “grita” como el que ruega no ser escuchado: «¡Hey!». La chica desde luego ni voltea. Con delicadeza mete a su perrito a la bolsa, lo acomoda muy suavemente, como si no quisiera lastimarlo, como si no estuviera muerto.

En ese preciso momento hace su aparición un tercer personaje: un hombre de treinta y pocos a quien el pantalón de vestir no le estorba para recorrer esta ciudad en la motocicleta que ahora le sirve para escabullirse entre los coches parados, adelantarse y detenerse en medio de la escena. Con la pierna derecha en el pavimento sostiene el peso de su vehículo al tiempo que sube la visera de su casco anaranjado, un poco para ver mejor, otro poco para —él sí— hacerse escuchar. Estratégicamente ubicado entre el dueño del Audi y la dueña del muerto, ha decidido mediar en la incomunicación circunstancial: «Tranquilo, güey, no fue tu culpa. No traía correa, tú tenías el siga, era negro…». Razones que al involuntario canicida le parecen suficientes para abortar la misión de apersonarse a ofrecer una disculpa o —ya si uno se pone más generoso— cualquier ayuda. Con sus músculos infladitos de culpa y esteroides da media vuelta, sube a su deportivo rojo-rojísimo, lo arranca y se va apenado, tal vez por causar sin intención tanto alboroto en el natural transcurrir de la feliz colonia, quizá sólo por su repugnante barro.
Ella ya está en la otra acera, con la bolsa llena de su perro-sin-correa muerto y las manos llenas de sangre.
Bajo de mi coche, me le acerco y le pregunto «¿Te puedo ayudar en algo? Dime qué necesitas…». Me mira indignada, niega con la cabeza y se aleja molesta, perturbada.

Quizá, seguramente, yo habría reaccionado igual. Con mi perro sin raza —y sin correa— ya sin vida también…

Quizá no estamos todos locos, quizá sólo me tocó ser testigo de una muerte casi natural.