Monday, April 06, 2009

Casi natural

Es de noche en la Condesa. La de los chairos que encuentran una discreta forma de socializar mientras pasean con sus perros por Ámsterdam o el Parque México. La de modelitos que gastan sus tardes en el Qi moldeando suculentos cuerpos. La poblada de ejecutivos con onda y conciencia “de avanzada” que optan por motocicletas para transportarse. La misma que se ha convertido en el ombligo del Sueño Chilango donde se cristaliza el anhelo de la familia feliz en una tolerante gama que abarca desde los modelos tradicionales como el matrimonio conservador, hasta los súper liberales de abarraganamientos bugas, gays, mixtos, dinks y demás variaciones, pasando por las comunas tipo Friends. Esa en la que las mascotas juegan un papel importante: son parte vital de la dinámica y estilo de vida condechi, perros con personalidad, con educación, con collar y correa, especímenes dignos del selecto grupo de afortunados habitantes de la colonia más codiciada por el adulto-contemporáneo-chilango cool. Salvo cuando no.
Este miércoles, como cualquier otro, la noche condechi discurre como siempre: casi natural.
En el circuito de Ámsterdam a la altura de Laredo, desde el interior de mi coche recién aparcado escucho un rechinido de frenos. Entre éste y un chillido más agudo apenas se oye un golpe. Luego reina el silencio, la circulación se ha detenido unos metros atrás y cuatro peatones parados en la orilla del camellón con sus perros estupefactos, miran al centro de la calle.
A mi lado pasa un Audi rojo que reduce la velocidad y se orilla unos cuantos metros adelante. De él baja titubeante un guaperas veinteañero, de gorra blanca y bronceado casi perfecto (ostenta un ominoso, casi ofensivo, barro en la nariz enrojecida que indudablemente es una de las dos razones que tambalean hoy, ahora, su caminar). Los demás autos se han detenido en la esquina: respetuosos, esperan a una chica que desciende de la acera. Una linda morena bajita de vestir anodino (jeans equis, suéter más normal que feo) y estilo desdibujado, que sólo llama la atención por la gran bolsa de plástico que lleva en la mano. Una bolsa negra de basura que impertinente, pero oportunamente le ha ofrecido uno de los meseros del restaurante de mariscos que recién abrió en esa esquina. Ella se dirige cabizbaja a un bulto peludo de raza indeterminada que yace inmóvil en el pavimento, mientras las luces de la calle y de sus faros se reflejan en el líquido espeso que ya se expande entre la superficie de la calle y el occiso.
El guaperas aspira —también— a ser decente, supongo. Parado a media calle, “grita” como el que ruega no ser escuchado: «¡Hey!». La chica desde luego ni voltea. Con delicadeza mete a su perrito a la bolsa, lo acomoda muy suavemente, como si no quisiera lastimarlo, como si no estuviera muerto.

En ese preciso momento hace su aparición un tercer personaje: un hombre de treinta y pocos a quien el pantalón de vestir no le estorba para recorrer esta ciudad en la motocicleta que ahora le sirve para escabullirse entre los coches parados, adelantarse y detenerse en medio de la escena. Con la pierna derecha en el pavimento sostiene el peso de su vehículo al tiempo que sube la visera de su casco anaranjado, un poco para ver mejor, otro poco para —él sí— hacerse escuchar. Estratégicamente ubicado entre el dueño del Audi y la dueña del muerto, ha decidido mediar en la incomunicación circunstancial: «Tranquilo, güey, no fue tu culpa. No traía correa, tú tenías el siga, era negro…». Razones que al involuntario canicida le parecen suficientes para abortar la misión de apersonarse a ofrecer una disculpa o —ya si uno se pone más generoso— cualquier ayuda. Con sus músculos infladitos de culpa y esteroides da media vuelta, sube a su deportivo rojo-rojísimo, lo arranca y se va apenado, tal vez por causar sin intención tanto alboroto en el natural transcurrir de la feliz colonia, quizá sólo por su repugnante barro.
Ella ya está en la otra acera, con la bolsa llena de su perro-sin-correa muerto y las manos llenas de sangre.
Bajo de mi coche, me le acerco y le pregunto «¿Te puedo ayudar en algo? Dime qué necesitas…». Me mira indignada, niega con la cabeza y se aleja molesta, perturbada.

Quizá, seguramente, yo habría reaccionado igual. Con mi perro sin raza —y sin correa— ya sin vida también…

Quizá no estamos todos locos, quizá sólo me tocó ser testigo de una muerte casi natural.

5 comments:

Anonymous said...

Sin temor a sonar repetitivo, es un placer leerte.
¿Cuándo esas chelas?

ST o TS

María said...

Stalker!
Psss, nunca puedes!
Yo ya no te creo nada de nada.
besos.

Pseudo, anti y chic said...

Seguire suendo fan, por lo tanto que se sigan chingando los editores de revistas 'en crisis'

Exenio said...

gulp

María said...

Qué no habíamos quedado en que eras simplemente Chic???? Como sea, en estos tiempos de crisis es un honor que sigas siendo fan... Te abrazo.

Exenio, eso es bueno o malo? Entre peras y manzanas, yo desde acá te mando un vasito con agua para beber.